25.2.11

Pedido de fotos para película sobre Los Hnos. Kennedy [Década Infame]


Hola mi nombre es Alan Robinson, escribí la obra de teatro Los hermanos Kennedy, estrenada en La Paz (ER) en 2010. Actualmente estoy escribiendo el guión de la película que será filmada por la productora Cactus Cine. Para que el guión quede bien, en este momento de mi proceso como escritor necesito ver imágenes, fotos viejas de (preferentemente decada del 20 o 30, Provincia de Entre Ríos):
Feria ganadera. Casco de estancia. La Paz. Entre Ríos, monte. Puesto de campo. Rancho de campo Matadero. Gauchos, peones Patrón de estancia. Autos. Familias en estancia.
Pulpería. Almacén. Comisaria Casa de gobierno. Hombre de a caballo. Avión militar Barcos militares de prefectura Infantería. Aserradero. Soldados. Marinos. Generales. Comisario. Doma de caballos. Personas. Cenas. Asados. Payadores. Indígenas. Fogones.
A todos los que puedan colaborar desde ya les estoy mas que agradecido. Pueden enviarme las fotos a alanrobinson2010@gmail.com

Alan Robinson

Ver Hermanos Kennedy en Red Social FaceBook

24.2.11

Sube la papa, sube el carbón y el 24 sube Perón!

El 24 de febrero se conmemora un nuevo aniversario del primer triunfo electoral del peronismo, ocurrido en 1946, que consagró al General Juan Domingo Perón como Presidente de la Nación.

La fórmula Perón-Quijano (Partido Laborista-Junta Renovadora radical), enfrenta la fórmula Tamborini-Mosca que reúne, en la Unión Democrática, a la Unión Cívica Radical (Comité Nacional), el Partido Socialista, el Partido Comunista y el Partido Demócrata Progresista, en cuya proclama general, leída durante el acto de cierre de campaña, expresa: Cerraremos definitivamente el paso a las hordas que agravian la cultura convertidos en agentes de una dictadura imposible…

Ver articulo de Daniel Chiarenza

Ver articulo de Felipe Pigna

Ver articulo sobre Cipriano Reyes y el Partido Laborista

4.2.11

Fusilamiento de Martiniano Chilavert


Casi al finalizar la batalla de Caseros, los únicos federales que mantenían su posición a toda costa, eran los infantes Pedro Díaz y la artillería del Cnl. Martiniano Chilavert. Escondidos tras nubes de humo negro, disparaban con todo lo que tenían. Al acabárseles las balas y la metralla, cargaron piedras y cascotes del palomar que se caía a pedazos. Cuando los cañones se pusieron al rojo vivo, les arrojaron baldazos de agua. Y cuando faltó el agua, los soldados se turnaron para orinar sobre las moles humeantes. La infantería seguía repeliendo el ataque, pero paso a paso las fuerzas de Urquiza iban concentrándose sobre estos valientes, haciendo imposible toda resistencia. Sin municiones ni esperanzas, los artilleros comenzaron a huir a medida que los infantes de Díaz retrocedían.

Una polvareda indicaba el retorno de Lamadrid, que en el fragor de la carga se había desviado como una legua de su blanco. Ahora volvía al campo de batalla cuando poco podía hacer. Chilavert continuó disparando hasta que no tuvo absolutamente nada más que arrojarle al enemigo. “Mierda” dijo el coronel. “Una y mil veces mierda”.

Con la última bala que le quedaba, apuntó personalmente hacia los imperiales que avanzaban sobre su posición.

Solo, sin hombres, ni balas, ni ganas de seguir peleando, el coronel Chilavert volvió a colocarse la guerrera azul con vivos rojos, sobre su camisa negra de humo y sudor. Despidió al sargento Aguilar y encendió un cigarrillo con la brasa de los fogones.

El coronel se sentó a esperar la muerte que se avecinaba, cuando de pronto el capitán Alamán se acercó apuntándole con su revolver: “Ríndase oficial. Usted es mi prisionero”.

El capitán no tenía la menor idea de con quien estaba hablando. Chilavert se puso de pie con infinito cansancio. Sacó su pistola del cinto y le dijo al capitán con su voz de cañones, mientras le apuntaba: “Si me toca, señor oficial, le levanto la tapa de los sesos, pues yo lo que busco es a un oficial superior para entregar mis armas”.

Alamán, intimado por la firmeza de la actitud, mandó a buscar al coronel Virasoro. Sin soltar el arma, Chilavert se quedó en silencio pitando su cigarro. Cientos de soldados se acercaron para ver el espectáculo. El prisionero amenazaba al oficial que lo intimaba a rendirse. Mudos esperaron el desenlace. A poco llegó Virasoro, deteniendo su overo a poca distancia de Chilavert.

-Aquí estoy, coronel –anunció sin apearse del caballo-. Soy el coronel Virasoro.

Chilavert se acercó y le extendió su pistola y su sable: – Señor coronel, aquí me tiene a su disposición. Le aclaro que no puedo caminar. Si me quita el caballo, prefiero que use esa arma para pegarme cuatro tiros acá mismo.

No tema usted, coronel Chilavert.

-¿Cómo sabe mi nombre? –dijo asombrado.

-Quién no conoce su fama, coronel….

Chilavert le devolvió una ligera reverencia. Venciendo el dolor, montó a un caballo que le acercaron.

-Ahora lléveme con su general, coronel.

-A la orden –dijo Virasoro, marcando el camino hacia Palermo.

El coronel Martiniano Chilavert fue conducido a Palermo, donde Urquiza había organizado su Estado mayor y el gobierno provisorio de la ciudad. Permaneció sentado sobre uno de los bancos del jardín. Aunque Virasoro había dado la orden de permitirle montar a caballo, Chilavert debió caminar las últimas cuadras hasta Palermo, entre dolores brutales y el cansancio. Mientras se recuperaba, veía como oficiales y edecanes entraban y salían de las habitaciones, llevando y trayendo muebles. Entre ellos le llamó la atención un hombre de unos cuarenta y cinco, quizás cincuenta años, pelado y con bigote unitario, vestido con un uniforme exuberante, a la moda del ejército francés. Chilavert, que había pasado casi toda su vida entre los ejércitos nacionales, no conocía, ni había escuchado hablar de semejante personaje. Curioso, detuvo a uno de los oficiales que lo había apresado.

- Perdóneme la pregunta, pero podría usted decirme quien es ése de quepis azul.

-¿Cuál? –preguntó el oficial.

-Ese de uniforme azul con galones…. Ese con plumas de general.

-Ah, ése….. El de las plumas. Es el boletinero del ejército.

-¿Hasta tienen boletinero? –se asombró Chilavert, ya que en cuarenta años de guerra, pocas veces había servido en ejército alguno que contara con semejante lujo.

-Si es uno de los nuevos amigos del general. Creo que se llama Sarmiento, Domingo Sarmiento, y me parece que anda medio chiflado.

El nombre le sonaba a Chilavert. Era uno de esos unitarios que, desde Chile, descargaban su pluma contra el régimen de Rosas. Vaya forma de conocerlo.

El coronel anduvo por horas sentado, esperando. Pensaba en su esposa, en su hijo. Pensaba en el día en que lo conoció a San Martín. Pensaba en su padre. En las batallas que ganó y en las que perdió. Pensaba en Lavalle y en Oribe, en Rivera y en Paz. En esas horas más de una vez tuvo ocasión de escaparse. El desorden era absoluto. Pero no quiso. Aceptaba su condición mansamente.

Como oficial y caballero, él era un prisionero de guerra que no iba a aprovecharse de las ventajas que el enemigo le daba. Una cosa era una batalla. Otra era asumir su papel de oficial prisionero. El mismo se había entregado y no iba a faltar a su palabra. Así permaneció hasta que una voz sonó a sus espaldas. Un soldado con pechera blanca sobre su blusa punzó estaba parado a su lado.

-Usted es el coronel Chilavert?

-Para servirle – Contestó

-El general Urquiza desea hablarle.

-Y yo también quiero hablar con su general –se levantó. Vamos pues.

En el camino Chilavert se abrochó la guerrera y pasó sus manos por el cabello desordenado. De poco sirvió, pero tampoco era cuestión de presentarse ante Urquiza como un reo, aunque lo fuera. Llegaron hasta la habitación que le había servido de escritorio a Rosas. Recordó sus paredes, los muebles espartanos, la lámpara de aceite, los pocos libros dispersos en la biblioteca. El soldado golpeó la puerta. Una voz grave ordenó que pasara. Chilavert entró solo al cuarto. Allí estaba el generalísimo Justo José de Urquiza, Comandante en Jefe del Ejército Grande, gobernador de Entre Ríos y nuevo amo de la Confederación, la República, la dictadura o el orden que él quisiese imponer para manejar los asuntos de la Argentina por los próximos años.

No era alto, aunque sí de aspecto vigoroso, algo entrado en carnes. Tras esos ojos castaños se adivinaba al demonio, evasivo, sensual. Al entrar Chilavert, se puso de pie tras un escritorio lleno de papeles y carpetas en desorden.

-Pase usted, coronel Chilavert. Tome asiento –dijo Urquiza en tono amable, señalando una silla.

-Estoy bien así, general –contestó Chilavert, manteniéndose de pie.

-Por fin nos conocemos, coronel. Me han hablado mucho de usted –dijo Urquiza con un dejo de ironía, mientras encendía un puro.

-Supongo lo que sus nuevos amigos le habrán dicho de mi.

-Cosas buenas y cosas malas coronel. Pero lo importante del caso es que usted se equivocó de tiempo y lugar…

-No hace mucho, ambos estábamos del mismo lado, general.

-La diferencia, coronel, es que no ha sabido adaptarse a estos tiempos que corren. Sabe bien usted, que de persistir con la política de Rosas, el país seguiría en este desorden, en estas miserias sujetas a la voluntad del hombre fuerte de turno. Sin constitución, coronel, jamás podremos organizarnos…

-Eso no le da derecho a que un ejército extranjero invada nuestro país –dijo Chilavert desafiante-. La constitución nos la podemos dar nosotros, sin esos brasileros esclavistas que tanto dinero le han prestado.

-Y usted. ¿quién es para decirme qué es bueno o malo para este país? –contestó Urquiza poniéndose de pie.

-Un soldado que lleva cuarenta años peleando por su país y que de ninguna manera aceptará que fuerza extranjera alguna pise ésta, mi patria, aunque traigan constitución, emperador y todo el oro del mundo… Mil veces he de morir, antes de sufrir el oprobio de vender mi patria –Chilavert gritó estas últimas palabras.

Urquiza se sentó nuevamente. Hacía calor en la habitación. Las ventanas abiertas no alcanzaban a atenuar la pesadez del clima. Menos aún este coronel insolente y testarudo. Por un instante miró al coronel Martiniano Chilavert de pie, desafiante aun en la desgracia. Indomable, irreductible, así se lo habían descrito. No tenía ni ganas ni tiempo para discutir con este hombre. Llamó al soldado que esperaba afuera.

-Soldado, acompañe al coronel –y mirándolo le dijo con voz cansada: -Vaya usted, nomás, coronel.

Chilavert giró sobre sus talones y marcando el paso salió de la habitación.

Urquiza se quedó pensando por unos minutos. “Mil veces he de morir. Mil veces…”. Llamó a uno de sus edecanes. Le iba a dar el gusto al coronel. “Al coronel Chilavert me lo fusilan por la espalda, como a un traidor”.

Una sensación de paz invadió el espíritu del coronel, mientras era escoltado por el soldado, desandando los senderos de Palermo. Nuevamente lo dejaron en el jardín. Ahora el soldado se quedó cerca. A poco de estar allí, pensando en todo lo que hubiese querido decirle a Urquiza sobre sus socios y alcahuetes, se le acercó un oficial, alto y delgado, con la casaca azul cerrada hasta el cuello a pesar del calor que no cedía.

-Coronel Chilavert, soy el mayor Modesto Rolón – dijo impostando la voz mientras hacía la venia. Chilavert no contestó- Debe acompañarme, coronel.

Sin decir palabra lo siguió. El guardia caminaba tras ellos, a distancia prudencial. Caminaron los senderos del jardín que rodeaba la residencia de Palermo, hasta una de las casas donde se guardaban los elementos de labranza. Seis soldados lo esperaban. Fue entonces cuando Rolón, con tono desprovisto de toda emoción, le comunicó que el general Urquiza, comandante en Jefe del Ejército Grande, gobernador de la provincia de Entre Ríos y encargado de los destinos de la Confederación Argentina, lo condenaba a ser fusilado en forma sumaria. El coronel recibió con calma la noticia que de ninguna forma lo sorprendía. Pidió unos minutos para reconciliarse con el Señor. Se apartó unos metros y lo escucharon rezar un padrenuestro en voz baja.

-Estoy pronto –dijo al fin.

Lo condujeron hasta el paredón.

Allí el coronel le entregó su reloj al mayor Rolón.

-Le pido un favor, mayor, entréguele este recuerdo a mi hijo que vive en la calle Victoria –El mayor asintió. El coronel Virasoro, que hasta ese momento había permanecido ajeno al trámite final, se acercó al pelotón. Chilavert se sacó el tirador y lo arrojó al piso.

-Esto es para ustedes –dijo, dirigiéndose a los soldados-, hay algo de dinero y unos cigarros. Repártanselos. Solo les pido que apunten al pecho.

Sabía que era bueno congraciarse con los verdugos, hacen la muerte más rápida. Con resignada valentía se puso contra la pared. Fue entonces cuando el oficial encargado del pelotón, se acercó a Chilavert y le ofreció un pañuelo para vendarse los ojos. El coronel lo rechazó. Había visto tantas veces la muerte ajena que no le molestaba ver la propia. Casi en un susurro, el mayor Rolón le dijo:

-De espaldas, coronel.

Chilavert lo miró sin entender.

-De espaldas –repitió el oficial-. De espaldas, como un traidor.

Un golpe feroz dio en la cara de Rolón, que cayó unos metros más atrás.

-De espaldas, no. Como un traidor, no. –Se acercaron dos soldados para contenerlo. Sufrieron la misma suerte.

-Como un traidor no, como un traidor, jamás. –Se acercaron los otros soldados del pelotón para contenerlo. Como un puma herido enfrentó a todos. –Tiren acá –decía-. Tiren al pecho, al pecho, que yo no soy un traidor. Traidores son los que venden a esta patria. Tiren al pecho. –Un facón brilló entre los golpes y empujones-. Al pecho, al pecho. Traidores son los que se entregan a un imperio de esclavos por unas monedas. –El filo cayó sobre la espalda del coronel, que ni así dejó de gritar: “al pecho, tiren al pecho”, Otro filo dibujó su trayecto mortal contra el cuerpo del coronel. “Tiren acá”, y peleaba contra todos. Su camisa se tiño de sangre. Una y otra vez los facones y bayonetas se bañaron en esa sangre de valiente, que no dejaba de gritar, mientras se le iba la vida. “¡No soy traidor, no soy traidor!”. Un sable le abrió un tajo en la cabeza. Fue entonces cuando cayó al piso. Virasoro sacó el revolver y descargó sus balas sobre el hombre que todavía no se resignaba a ser fusilado como un traidor. En una convulsión final se señaló el pecho. Con un hilo de voz, murmuró por última vez “como un traidor, no”.

Fuente
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
Omar López Mato – Caseros, las vísperas del fin – Pasión y muerte del coronel Martiniano Chilavert. Buenos Aires (2006).

Foto: link: http://es.wikipedia.org/wiki/Archivo:Martiniano_Chilavert.jpg

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3.2.11

Barbarie después de Caseros


Existe en una estación de subterráneos de la ciudad de Buenos Aires, un inmenso mural compuesto por mayólicas que muestra la caravana infame de las tropas entrerrianas con rumbo al antiguo Fuerte, tras las acciones de la batalla de Caseros. Avanzan ante un público que lo celebra y lo escolta hasta el frontón de aquél. No hay rostros tristes; el autor de esa obra tampoco permitió que los hubiera. Esa estación, no por nada, recibe el nombre de “Urquiza”. Estos detalles, por cierto, no se condicen con la verdad histórica, pues finalizada la batalla en cuestión, y en los días subsiguientes a la misma, lo que primó en Buenos Aires fue una atroz carnicería y todo tipo de prohibiciones, acaso dignos rasgos de los que venían a “civilizar”. En vez de felicidad y encanto, sobraban en el pueblo las muestras de miedo y de terror.

El 3 de febrero de 1852 supuestamente se derrotaba al “tirano” Juan Manuel de Rosas, y se aclamaba a los cuatro vientos el triunfo de la “civilización”, pero la realidad de los acontecimientos desencadenados más tarde, por las calles y lugares públicos de la ciudad portuaria y alrededores, distaron mucho de tal predicamento.

Federales asesinados y cadáveres colgados

Justo José de Urquiza, proclamado por el triunfo de las armas brasileñas, alemanas, uruguayas y “federales” como nueva autoridad suprema de la Confederación Argentina, renovaría en Caseros la misma práctica del degüello demostrada en viejos y olvidados triunfos federales como los de Pago Largo, India Muerta o la batalla de Vences. Una orden suya fue suficiente para que asesinaran a Claudio Mamerto Cuenca, el médico que atendía en Santos Lugares a los soldados rosistas heridos en el campo de batalla. Allí, en su lugar de trabajo, fue muerto por las hordas urquicistas. Más adelante, y también por una orden personal de Urquiza, el coronel Martiniano Chilavert fue asesinado salvajemente de un certero sablazo en la cabeza, “como a un traidor” según le proferían sus verdugos mientras Chilavert los contrariaba con furia. Otro caído en desgracia resultó ser el coronel Martín de Santa Coloma. Su muerte fue a lanzazos limpios y ocurrió afuera de la capilla de Santos Lugares. Le sujetaron los cabellos y, enseguida nomás, lo lancearon sin mediar palabras. El “civilizado” Domingo Faustino Sarmiento, años más tarde, declarará haber sentido “placer” al contemplar este último asesinato.

El general César Díaz, que había luchado a favor de Urquiza en Caseros, dejó impresionantes muestras de aquella barbarie que sus ojos contemplaban. Dice así en un párrafo: “Un bando del general en jefe [Urquiza] había condenado a muerte al regimiento del coronel Aquino, y todos los individuos de ese cuerpo que cayeron prisioneros fueron pasados por las armas. Se ejecutaban todos los días de a diez, de a veinte y más hombres juntos… Los cuerpos de las víctimas quedaban insepultos, cuando no eran colgados de algunos de los árboles de la alameda que conducía a Palermo”. Y en otro párrafo, sostenía que “las gentes del pueblo que venían al cuartel general se veían obligadas a cada paso a cerrar los ojos para evitar la contemplación de los cadáveres desnudos y sangrientos que por todos lados se ofrecían a sus miradas; y la impresión de horror que experimentaban a la vista de tan repugnante espectáculo trocaba en tristes las halagüeñas esperanzas que el triunfo de las armas aliadas hacía nacer”. Sugiere el general Díaz que, entre los que pendían de los árboles adyacentes al usurpado Palacio de San Benito de Palermo, se encontraban también los dos hermanos oficiales que comandaban la división Galán, “cuyos cadáveres vi yo mismo”, nos dice.

La gente no podía creer las horrendas escenas que observaba, donde las descargas de los pelotones de fusilamiento tronaban a cada instante. “Hablaba una mañana con una persona que había venido de la ciudad a visitarme –señala el general César Díaz-, cuando empezaron a sentirse muchas descargas sucesivas. La persona que me hablaba, sospechando la verdad del caso, me preguntó: -¿Qué fuego es ése? –Debe ser ejercicio- respondí yo sencillamente, que tal me había parecido; pero otra persona, que sobrevino en ese instante y que oyó mis últimas palabras: -¡Qué ejercicio ni qué broma –dijo-; si es que están fusilando gente!”.

600 fusilados en el acto

Se estima que los fusilamientos, los degüellos y la anarquía en Buenos Aires continuaron durante 15 o 20 días, contabilizando desde el 3 de febrero de 1852. Así, por ejemplo, el 4 de febrero fueron prácticamente saqueadas todas las casas de comercio, a saber: tiendas, pulperías, casas de platería, zapaterías, etc. Como la situación pareció írsele de las manos, el gobierno urquicista “mandó a los ciudadanos que armados en partidas de diez o más hombres, salieran a contener los ladrones, y a los que agarrasen robando, en el acto los fusilaran, como lo efectuaron habiendo muerto a más de seiscientos ladrones”, narra en sus famosas Memorias Curiosas, Juan Manuel Beruti. Esta auténtica carnicería, fue llevada a cabo por numerosos ciudadanos y por tropas de línea de infantería y de caballería, las cuales “rondaban de día y de noche la ciudad, incluso los extranjeros, quienes también se unieron con nuestras patrullas”, afirma Beruti.

En verdad, la jornada del 4 de febrero con el lastre de 600 fusilados tuvo como uno de sus máximos responsables al cuñado del depuesto Rosas, el general Lucio Norberto Mansilla, quien, según lo consigna Juan Manuel Beruti en sus Memorias Curiosas, “cuando vio [Mansilla] la ruina del ejército de su hermano (sic) y dispersión de sus tropas, les dijo a los soldados que se fueran e hicieran lo que quisieran, y se ocultó, que fue a decirles, vayan a robar y saquear”. De esta manera, no hay exactas comprobaciones de que los “ladrones” fueran tales sino, más bien, antiguos soldados federales que fueron instigados, adrede, para que roben y asalten los negocios y tiendas de Buenos Aires.

Sobre la cobarde actitud de Lucio N. Mansilla en aquellos sangrientos días posteriores a la batalla de Caseros, relata Beruti lo que sigue: “El pícaro de Lucio Mansilla, fue tan bajo e indecente, que el día 4 proclamó públicamente en la plaza Mayor; viva el general don Justo Urquiza, y muera don Juan Manuel de Rosas, ¡mire qué cuñado y beneficiado! y después mandó su soldadesca saquear y robar las casas de la ciudad”.

También ese mismo 4 de febrero, se mandaron quitar las consignas “¡Viva la Confederación Argentina! ¡Mueran los salvajes asquerosos unitarios! ¡Muera el loco traidor salvaje unitario Urquiza!” de las divisas punzó. Idéntica suerte corrieron, a su vez, el empleo de la cinta punzó de cintillo en la copa del sombrero y el uso del chaleco federal. En la misma postura “liberadora” y “civilizada”, fue prohibida la exhibición de banderas bicolores punzó y blancas, y en su lugar fueron permitidas únicamente banderas de paño blanco. Así, plena de blancas banderas, habría de amanecer Buenos Aires el 5 de febrero de 1852.

El día 5 de febrero depusieron a quien había sido el jefe de policía del régimen depuesto, don Juan Moreno, y en su reemplazo se ubicó al coronel Blas Pico. Dos días más tarde, el 7 del mismo mes, fueron suprimidos los moños punzó que llevaban las mujeres en sus cabezas como prenda de vestir. Es decir, se intentó suprimir todo vestigio del federalismo argentino.

Lucio V. Mansilla, hijo del cuñado de Rosas, al intentar explicar el carácter de Justo José de Urquiza luego de ejecutadas sus órdenes de degüellos y fusilamientos indiscriminados tras Caseros, escribió: “Urquiza, el nuevo dictador por la espada, había proclamado perdón y olvido, ni vencedores ni vencidos; pero cruelmente negaba con los hechos el significado de tan bellas palabras. Comenzó torpemente en Buenos Aires. No se hizo simpático. Su vida toda de aventuras y de luchas, hasta llegar a las puertas de Buenos Aires, no había sido más que una carnicería; y, su parte, la del león”.

Una versión sueca de los desmanes

Presa del miedo que inundaba al vecindario de Buenos Aires, el teniente Axel Adlersparre, de nacionalidad sueca, dejó plasmadas interesantes noticias e impresiones sobre los acontecimientos ocurridos durante y después de la batalla de Caseros. Cabe agregar que Adlersparre revistaba como oficial de la corbeta sueca “Lagerbjelke”, la cual permaneció amarrada en el antiguo puerto de la ciudad capital. Las impresiones están en un documento fechado en Buenos Aires el 15 de febrero de 1852, y el mismo describe la desesperación de un tal Smitt, compatriota suyo, que tenía una “casa de comercio, que él mismo custodió con sus trabajadores armados con armas de nuestra corbeta [la “Lagerbjelke”]. Durante la noche llegaron varias personas pidiendo protección sueca”.

Sugiere el teniente Adlersparre, que el Consulado de Suecia también brindó refugio a los ciudadanos suecos que vivían en Buenos Aires. “Entre los que se refugiaron en el Consulado sueco había 3 suecos –dice el militar-, además de algunos nativos, de los cuales uno representaba al Gobierno Nacional”. Agrega Adlersparre que de todas las fuerzas desplegadas por Juan Manuel de Rosas en la lucha, la artillería fue el arma más fiel que tuvo, seguido de la caballería, y habla de la dudosa actitud que tuvo en las acciones el general Ángel Pacheco, a la sazón, general en jefe del ejército rosista.

Respecto a la lúgubre cacería que hubo la noche del 4 de febrero de 1852, en la que fueron masacrados 600 individuos por las calles de Buenos Aires, el teniente Axel Adlersparre difiere en algunos pormenores de la versión dada por Beruti: “(…) A la mañana siguiente grupos de soldados que con pocas excepciones eran restos de las fuerzas armadas de Rosas, empezaron a robar en las mejores tiendas, principalmente en las joyerías. Para engañar a los habitantes de la ciudad estos malhechores se habían puesto un pedacito de tela blanca a manera de coraza, que era el símbolo de las fuerzas de Urquiza, mientras que las tropas de Rosas utilizaban un pedacito de tela roja que de una manera rara había sido puesta alrededor del abdomen”. Luego de haber sido anoticiado por los saqueos, el general Urquiza mandó colocar ordenanzas en las calles, a quienes les dio como única orden “tirar contra los que trataban de robar”.

Dentro de esas medidas sanguinolentas, Urquiza dictó una proclama “por la que durante ocho días todos los que habían sido encontrados robando o fueran encontrados robando, serían fusilados a los 15 minutos en el mismo lugar donde habían robado”, expresa el oficial de Suecia. Además, asegura que hubo al menos 6 marinos norteamericanos que colaboraron en la persecución de los saqueadores, y que el cónsul de Estados Unidos, al ver que unas 16 o 18 personas, con lanzas en mano, intentaban derribar la puerta de una tienda, les sugirió que se retiren, “pero en lugar de irse dispararon un tiro contra él, que no le alcanzó, y entonces el Cónsul ordenó a los marineros que tiraran. Dos hombres y sus caballos cayeron y los demás huyeron”, añade el teniente Adlersparre.

Miembros del brazo armado de la Sociedad Popular Restauradora, esto es, la Mazorca, eran buscados en sus casas para ser arrastrados fuera de ellas. Después, casi en el acto, eran degollados o fusilados. Axel Adlersparre dirá que “muchas escenas salvajes he visto, pero nunca vi hombres sacrificados con tanta ligereza y tan sin piedad, como en esos días”. Las mujeres porteñas tampoco se salvaron, pues eran pasadas por las armas si las tropas entrerrianas les encontraban en sus hogares joyas robadas de las tiendas. Aquello era dantesco.

Urquiza, que nunca pudo ganarse ni alcanzar la popularidad entre la gente de Buenos Aires, hizo su entrada triunfal el 20 de febrero de 1852. Algunos lo aplaudieron, pero otros se mostraron indiferentes. A pesar de que había prohibido el uso del cintillo punzó, en esa pasada Urquiza lo lució en su uniforme, tal vez como una muestra de que algo de federal le quedaba. Sin embargo, la situación no era propicia, y menos aún cuando al paso de las tropas del Brasil el público despidió una silbatina más que sugerente. El 21 de febrero, restablece el uso del cintillo federal mediante un bando. Ya tenía algunos enemigos internos, Urquiza, incluso desde antes de la firma del Acuerdo de San Nicolás (31 de mayo de 1852), donde el entrerriano fue nombrado Director Provisional de la República.

En esos días, Urquiza reconocerá su infame traición al usurpar el gobierno que dirigía honorablemente Juan Manuel de Rosas. En carta al ministro inglés Roberto Gore, expresará lo que sigue: “Tentado estoy de llamar a Rosas, pues sólo él es capaz de gobernar aquí… Decían que era detestable la tiranía, pero ahora resulta insoportable la demagogia… Toda la vida me atormentará constantemente el recuerdo del inaudito crimen que cometí al cooperar, en el modo en que lo hice, a la caída del general Rosas. Temo siempre ser medido con la misma vara, y muerto con el mismo cuchillo, por los mismos que por mis esfuerzos y gravísimos errores he colocado en el poder”.

Los desórdenes continuaron, los muertos se apilaban en las calles, y Urquiza, horrorizado por sentirse constructor de tamaña realidad, empezaba a desconfiar de los salvajes unitarios que, tarde o temprano, lo sacarían del poder hasta confinarlo en su Palacio de San José, en Entre Ríos. En ese mismo sitio hallará la muerte, una tarde de abril de 1870.

Autor
Gabriel Oscar Turone

Bibliografía
Ezcurra Medrano, Alberto. “Las Otras Tablas de Sangre”, Editorial Haz, Septiembre de 1952.
Honorable Senado de la Nación. Biblioteca Mayo, Tomo IV, Parte 2°, Imprenta del Congreso de la Nación, Buenos Aires, 12 de abril 1960.
Revista de la Academia Nacional de la Historia. “La caída de Rosas. Versión de dos cronistas suecos”, Buenos Aires.
Röttjer, Aníbal Atilio. “Rosas. Prócer Argentino”, Ediciones Theoría, Buenos Aires, Septiembre 1972.

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Otro aniversario de la Batalla de Caseros: Cansancio y Defección de los Jefes Federales

Cansancio y Defección de los Jefes Federales. Por José Luis Muñoz Azpiri (h)
Caseros es el resultado de un prodigioso encadenamiento de errores que estuvo en manos de Rosas poder prevenir o subsanar. Fue, por lo tanto, una derrota argentina antes que una victoria del extranjero.


¿Fue una victoria del Imperio?
      Cierto sector de la escuela revisionista quiere apreciar la batalla de Monte Caseros como una victoria brasileña. Se ha sostenido, inclusive, que el ejército imperial insistió en desfilar por las calles de Buenos Aires, en el aniversario de Ituzaingó, a modo de desquite de la derrota de Paso do Rosario, como llamaban en Río a la victoria de Alvear. ¿Fue así realmente? Desde un punto de vista histórico y real la aserción sería exacta: la Confederación Argentina declaró la guerra al Imperio y ésta se definió de forma favorable al Brasil con la victoria de Caseros. Pero ¿hubiese así ocurrido sin la acción del ejército argentino, que inició el pronunciamiento de 1851, y sin el tratado de alianza firmado en Montevideo entre las provincias de Entre Ríos y Corrientes el Brasil y el gobierno intérlope de la Banda Oriental donde se convenía “una alianza argentino-americana, libertadora de las repúblicas del Plata” según texto de la propia proclama del 1º de Mayo, firmada por el propio Urquiza?
      En la carta de Yungay, escrita por Sarmiento al general Urquiza, el 13 de octubre de 1852, a los ocho meses de Caseros, se transcribe un párrafo ilustrativo, en el cual no se sabe si admirar más la franqueza del remitente o la impasividad del destinatario.
      Recuerda aquel una frase que dijera éste. “en las barbas del señor Carneiro Leao, enviado extraordinario del Emperador” por la cual Pedro I conservaba “esa corona que lleva en la cabeza”, gracias a él. Es decir, merced a mí, a don Justo José de Urquiza, las tropas de Rosas no lo vapulearon e hicieron perder el trono. Esto indicaba que el declarante no era ajeno a la lección de los problemas fundamentales.
      La tesis de que el Brasil desbarató por su propio y solitario esfuerzo a la Confederación Argentina obligaría a adjudicar al Imperio un la ímpetu marcial y político de que no dieron muestras Inglaterra ni Francia durante la intervención en el Plata en 1845.
      Los tratados Arana - Southern y Arana – Léprédour, de 1840 y 1850 respectivamente, instrumentan en la diplomacia dicha derrota. Urquiza se pronuncia contra Buenos Aires, poco tiempo más tarde, en mayo de 1851. ¿Bastó acaso el plazo de un par de años para que el Brasil obtuviese lauros que no alcanzaron flotas y marinerías de naciones estimadas entonces como las primeras de la época? No olvidemos que una de éstas, Inglaterra, después de firmar la capitulación de 1849 – está demostrado que la citada Paz de Obligado fue una paz por separado, convenida a espalas del aliado francés – apoyaba la gestión política del gobierno vencido en Caseros, aún después de su derrota.
      No existe duda actualmente, de acuerdo a lo que anticipara Saldías en 1887, de que el Brasil hubiese llevado la peor parte de la campaña militar que iniciara subrepticiamente contra Rosas, de no haber sido por la ligereza entrerriana. No es por lo tanto el Imperio el que da por tierra con la Confederación, sino la frivolidad de una parte calificada de los integrantes de ésta, sumada a los errores y vacilaciones que comete su jefe.


El Caballo de Troya
      Las cifras de las fuerzas militares y elementos de combate son absolutamente claras. Los “rivoltados”, como los llamaban en Petrópolis, comprometen en el pronunciamiento unidades armadas que alcanzan el número increíble de sesenta mil hombres; se trata de efectivos que decuplicarían el Ejército de los Andes. Los “rivoltados” y sus aliados y cómplices son Justo José de Urquiza, que comanda a 25.000 soldados; Ángel Pacheco que maneja 22.000 y Manuel Oribe que dispone en principio de 10.000.
      Oribe pacta con Urquiza a espaldas de Rosas, olvidando que la Confederación ha arrostrado prácticamente toda una guerra no declarada – como la de Vietnam o Malvinas – para sostener sus derechos al gobierno del Estado Oriental. Pacheco, héroe de la guerra de la Independencia, veterano de cuarenta combates y batallas, influido por los efluvios tropicales del mes de febrero y en tácito homenaje a los Manes de Poncio Pilato, se traslada a su retiro pampeano del Talar para gozar de los encantos de la naturaleza semisalvaje, justamente el día anterior a la batalla y después de ofrecer un brindis publico ante los propios jefes y oficiales por el triunfo del invasor.
     La traición, y no las bayonetas extranjeras, derriban a Rosas. Los tres mil brasileños que invaden el Plata no habrían superado la categoría de digestivos “hors d´oeuvre” para cualquiera de los capitanes que citamos, Oribe o Pacheco, aureolados por el sol antiguo de las batallas de la Independencia en sus respectivas patrias.
     Recordemos el testimonio escolar acerca del episodio de Carmen de Patagones donde 35 criollos, según la leyenda, lucharon victoriosamente contra medio millar de imperiales. En Los Pozos, la escuadra argentina, compuesta de cuatro buques, se trabó en combate con la armada invasora integrada por 31 navíos de guerra, con más de dos mil bocas de fuego y la desbarató. ¿Tartarinada? La mejor historia argentina fue escrita por Tartarín, mal que les pese a los escépticos de ahora.


Un hombre en Crisis
      La traición cuenta con un aliado: el cansancio mental de Rosas, el terrible quebrantamiento del “surmenage” agente sempiterno de catástrofes públicas cada vez que las potencias activas de una comunidad se concentran en una sola cabeza. Saldías supone que, a partir de 1848, el Restaurador degeneraba intelectualmente bajo el peso de veinte años de labor inmensa, ruda y continua.
      No sabríamos asegurar si para tal fecha el agotamiento mental se apoderó  efectivamente del caudillo, por cuanto si bien cometió entonces la atrocidad del fusilamiento de Camila O´Gorman, también emprendió  la batalla cancilleresca con Inglaterra que culminara con la Convención Arana-Southern, la más grande victoria diplomática conquistada hasta ahora por la República.
      Pero, en 1852, suponemos que si. El jefe que se traslada a Santos Lugares se halla al borde del aniquilamiento mental y físico. La usura del poder ha corroído al caudillo con el correr de los años (en el día de hoy, dicha labor de desgaste no requiere más de un lustro). Un error se encadena con otro, y la suma de yerros conmueve ya los muros protectores. La pugna diplomática con el Imperio, que emprendía con su habitual competencia Tomás Guido, prócer de Mayo y autor, según él sostuvo, del proyecto del paso de los Andes, tiene fin prematuro cuando se ordena al diplomático pedir sus pasaportes y viajar a Buenos Aires. “A campanha do Brasil contra Manuel Oribe – narra el “Compendio do Historia do Brasil” de Antonio José Borges Hermida – provoco a rivalidade do Rosas que rompeu as relaciones diplomáticas com o Imperio”.
      En circunstancias parecidas no se había hecho lo propio con la corte de Saint James, disponiéndose que el ministro Manuel Moreno continuase acreditado ante Gran Bretaña durante todo el curso de la guerra del Paraná. La indignación no es acto político. Y menos aún, acto propio de Rosas quién demostró ser siempre “hombre dotado de serenidad, juicio, previsión y patriotismo” (Carlos Pereyra). La serenidad es la más bella corbata del hombre, y Rosas para entonces la había perdido.
      El convenio de Montevideo, a que hemos aludido, firmado por iniciativa del marqués de Paraná, acusaba a Oribe de maltratar a los riograndenses y asaltar estancias de las fronteras brasileñas, tal como si en la vasta dehesa de “la tierra purpúrea” las cabezas de vacuno faltasen.
      Oribe  se ofreció, en principio, a marchar contra Urquiza con las fuerzas del Cerrito, y Buenos Aires hizo oídos sordos a la propuesta. Diez mil sables y bayonetas al mando de un jefe invicto quedaron así inmovilizados frente a una plaza sitiada y al amparo de los que Francia, en 1939, refiriéndose a la línea Maginot, denominaba: “la belle position”. No hay bellas posiciones en el mundo cuando se declina de la obligación de transponerlas.
      La “belle position” era ahora la formidable barrera del Paraná  que Rosas abandona incomprensiblemente antes de ser atacada. Urquiza, en tal modo, sobrepasa, con gozosa impunidad, el sólido antemural argentino.
      Los centauros entrerrianos alardeaban de cumplir prodigios ecuestres, que los habrían autorizado a participar, con perspectivas de éxito, en “gimkanas” rifeñas, pero lo cierto es que ninguno llegó  con su cabalgadura viva a la provincia de Buenos Aires, según comprobación ocular de Sarmiento. Cualquier indio pampa comprendía mejor las urgencias del combate y la manera de conducirlo a buen término que los jinetes mesopotámicos.
      Cuarta y melancólica comprobación. El temible artillero de Obligado y Quebracho, Lucio Mansilla, recibe orden de abandonar el teatro de sus hazañas, las baterías costeras. La flota imperial puede recorrer entonces libremente el río de la Bandera. Una pequeña batería aprestada en San Pedro o Ramallo, hubiese garantizado la seguridad del río. Mansilla había enfrentado airosamente, pocos años antes, la potencia de 120 grandes bocas de fuego, muchas de ellas del calibre de cien libras y servidas por los artilleros más diestros del mundo.
      Un acto suicida corona esta galería de yerros e imprevisiones. Se declara la guerra al Imperio, en agosto de 1851, o sea, tres meses después del pronunciamiento de Urquiza (y no antes, como se ha escrito y continúa aún escribiéndose).
      Sublevada la Mesopotamia, no era concebible guerra alguna con el vecino lusitano sino a lo largo del Paraná. Las más importantes tropas del país militaban en el bando adversario. ¿O acaso creyó Rosas que el patriotismo entrerriano volvería por sus fueros ante la inminencia de una guerra nacional? ¿Pensaba entonces sostener con firmeza la defensa del río, proyecto que abandonó más tarde?
      Tampoco se aprovecha un error táctico de las huestes invasoras. En vez de protegerse éstas las espaldas con el Plata, amparando en tal forma una eventual retirada, servida del auxilio de la flota atacante, lo hacen, en cambio, con la pampa, donde el retroceso es riesgoso. Correspondía un dispositivo de enfrentamiento, de norte a sur, y no de oeste a oriente, como se efectuó. Urquiza, al retroceder hacia el norte, sólo podía hallar enemigos, mientras en la línea fluvial cubrían su retaguardia los cañones de Grenfell y los fusiles alemanes y brasileños.
      La imprevisión entrerriana corresponde al desfallecimiento moral del adversario. Desde días antes de la batalla. Rosas está en conocimiento de cuanto hace, piensa y dice el mejor de sus capitanes, Pacheco. No obstante, no sólo se niega a destituirlo y someterlo a juicio criminal sino favorece inadvertidamente sus maniobras al rechazar el auxilio de los indios, que se le ofrece, como así también, la idea de atrincherarse en la ciudad, donde habría podido resistir con buen éxito.
      Ni un solo habitante de Buenos Aires se pronunció contra el gobernador, una vez caído éste, a diferencia de lo que aconteció en la capital en 1930 y 1955. El testimonio del español Benito Hortelano, impresor y periodista, es concluyente. Las tropas invasoras fueron recibidas con retenidos silbidos por la población porteña, enteramente hostil, en su fuero interno, a los atacantes


“Anníbal ad Portas”
      El gobernador se desempeñó con valor en la refriega, según testimonio del propio Urquiza, que lo “vio al frente comandar su ejército” en la declaración del día 4 de febrero a la delegación porteña que encabezaba José María Roxas y Patrón. No olvidemos que comandaba un ejército que hasta horas atrás obedecía tácticamente a un jefe distinto. El verdadero derrotado de Caseros no es Rosas sino Pacheco.
     La suerte adversa en la batalla suscitaba el recurso de los cantones armados en la ciudad, que se hallaban al mando de Mansilla. No habrá quién deje de prevenirnos, ahora, acerca de los horrores del sitio. ¿Se sopesaron éstos, acaso, en 1807, ante el asalto de siete mil soldados ingleses? En decisiones de vida o muerte no son escrúpulos de este tipo los que resuelven la paralización de la lucha. Otro último recurso pudo ser provisto por la guerra gaucha en la pampa y la convocatoria a las fuerzas del interior, como las que intentaron reunir Sobremonte en 1806, y Liniers y Concha, en 1810. Todo porteño de alrededor de sesenta años hubiera podido entonces conservar fresca en la memoria las lecciones de aquella hora decisiva, cuando Saavedra y sus compañeros recorrían las “calles empedradas de cadáveres ingleses” como recordaba el comandante de Patricios en sus memorias.
     Pero, conviene acotar el camino de los encadenamientos y las suposiciones, así como la nostalgia de las ocasiones perdidas, fuente de la “exageración de reflejos” y “manía de grandeza”, que censuraba Valéry, en su condena de la historia, para recordar una reflexión hecha por Rosas, ante Pacheco, el 20 de octubre de 1840, con motivo del tratado Mackau:
     “El artículo sobre los salvajes unitarios los concluye (a éstos).No volverán en América a unirse sus hijos con los extranjeros sin acordarse de los que les ha pasado”.
     Los hijos de América volvieron a unirse con extranjeros, una y otra vez, sin que les sucediera a éstos nada, y los únicos que recuerdan dolorosamente lo que les ha pasado fueron aquellos que trataron de impedir el connubio. De aquí que los trabajos de los escritores revisionistas destilen siempre cierto aire de melancolía y derrota. Son ellos, infortunadamente, los que siempre comprueban y vocean el hecho de que “la historia la escriben los vencedores”. Que así no sea en lo sucesivo.

La Batalla de Caseros

La historia oficial, oculta y deforma los verdaderos hechos y motivos de lucha en la Confederación desde 1828 a 1852. Los plantea como la lucha de unos iluminados unitarios exiliados en Montevideo, contra un tirano apoderado del poder por el terror.


Sres. Representantes: Es llegado el caso de devolveros la investidura de gobernador de la provincia y la suma del poder público con que os dignasteis honrarnos. Creo haber llenado mi deber como todos los señores representantes, nuestros conciudadanos los verdaderos federales y mis compañeros de armas. Si más no hemos hecho en el sostén sagrado de nuestra independencia, de nuestra integridad y de nuestro honor, es porque no hemos podido. Permitidme, Honorables representantes, que al despedirme de vosotros, os reitere el profundo agradecimiento con que os abrazo tiernamente y ruego a Dios por la gloria de V.H., de todos y de cada uno de vosotros. Herido en la mano derecha y en el campo, perdonad que os escriba con lápiz y en una letra trabajosa. Dios Guarde a V.H. Juan Manuel de Rosas


HISTORIA OFICIAL Y REVISIONISTA. Por José Luis Muñoz Azpiri
Presentación del libro “Juan Manuel de Rosas. Sombras y Verdades” de Leonardo Castagnino en el Instituto Nacional de Investigaciones Históricas “Juan Manuel de Rosas”