8.8.12

Artigas o la esfinge criolla


Artigas vuelve, a esta altura dramática del proceso nacional latinoamericano, a constituir una candente línea divisoria. Se me hace que una gran batalla –por todas las dimensiones de la conciencia del país y en tiempos tan próximos que son casi presente–, se dirimirá nuevamente en torno suyo. Y no por azar, sino porque ello está inscripto en la fatalidad, en el sentido del movimiento y ser de nuestras cosas.
En cada gran viraje de nuestra historia, cuando urge reasumir lo que hemos sido y queremos ser, el Uruguay se topa irremediablemente con Artigas y está constreñido a formularle su respuesta, a dilucidar su acertijo. Un acertijo latente, grave, desde los treinta silenciosos años de exilio en la selva paraguaya. Pues Artigas es el guardián de nuestro secreto nacional, la llave peligrosa de un destino incumplido.
Mayo contra Artigas
Se trata de trazar la significación esencial de Artigas, y ello nos lleva a su contexto histórico concreto.
Veamos primero la circunstancia que envuelve al proceso latinoamericano y rioplatense. Entonces era Europa el centro mundial del comercio, y aparecían los primeros síntomas de la revolución burguesa industrial, como formidable emergencia sobre todo un planeta fundamentalmente agropecuario. Estaba en tren de decisión la lucha secular entre los “tres grandes” europeos, España, Francia e Inglaterra. España se deslizaba hacia un segundo orden, desangrada sucesivamente por sus dos rivales, que la jaqueaban, y se escindía íntimamente entre “anglófilos” y “afrancesados”, síntoma de la pérdida de su rectoría política. De su progresiva dependencia alternativa respecto a sus dos adversarios.

España había realizado un gigantesco esfuerzo colonizador que paradójicamente había debilitado a su burguesía y revitalizado su estructura feudal, cada vez más parasitaria de la Corona. Esto le hizo perder terreno, separada además por una cicatriz oceánica de su reino americano. La incertidumbre del océano, expuesta a la piratería holando-franco-inglesa, le obligó al pesado procedimiento de los “convoyes” con ruta a un solo puerto. Recién con los Borbones se realiza el postrer intento de fortificar a la burguesía peninsular y se abre una “libertad inter-imperial” que acelera las exigencias de desarrollo conjunto. Pero ya el ritmo de la historia le rebasaba. La parábola que corre entre las dos derrotas de la “Armada Invencible” y Trafalgar estaba por cumplirse. Los mares ya no le pertenecían, eran “libres” vehículos del “libre comercio”, o sea, ingleses.
Los fuertes son librecambistas, los débiles proteccionistas. No hay desarrollo autóctono sin protección. Y el célebre monopolio español era la barrera proteccionista que procuraba amparar su propio desarrollo, en un mundo económico que le superaba. La herida congénita a la protección es el contrabando. Siempre ha sido así. Pero finalmente dos hechos determinan la quiebra final del sistema: Trafalgar y luego la ocupación francesa de Napoleón. Y esto no sólo hace “caducar” a la autoridad monárquica sino, lo que es más profundo, a la propia estructura económica metropolitana en su relación con la zona americana. Un vacío tremendo que reclama suplencia. Y simultáneamente el “bloqueo continental” decretado por Francia, hace que para Inglaterra, en pleno ascenso productivo, la emancipación de América del Sur, se convirtiera en “el objeto más grande a que debía atender y casi el único medio de salvarse” (Lord Grenville). América del Sur e Inglaterra, recíprocamente vacantes de mercado, se encontraban definitiva e inevitablemente.
Tal la circunstancia álgida de Mayo. Bajo el imperio de tales acontecimientos toda la estructura de América del Sur entra en súbita crisis. Un sistema decapitado que buscaba readaptarse a la nueva coyuntura, y esta era inglesa. Tal cambio sería un proceso trágico y turbulento, pues generaba nuevos poderes y arrasaba otros. La mal intitulada “siesta colonial” se trasmutó en pesadilla, guerra civil, luego independencia y finalmente disgregación balcanizadota. Los fracasos nacionales de Bolívar, San Martín y Artigas son su símbolo, y los beneficiarios nativos una pluralidad de oligarquías comerciales vinculadas a la City. Pero limitémonos a la situación rioplatense.
La Junta de Mayo de 1810 fue un golpe de estado porteño contra la autoridad Virreinal que, de jure y de facto, había caducado con la estructura económico-institucional que la sustentaba desde España. Sin ese contrapeso, Buenos Aires podía intentar reducir a su dependencia todo el resto del Virreinato, al Interior y al Litoral. De tal modo, se apresuró por sí y ante sí para asumir una soberanía que radicaba en todas las Juntas del país. Pero todavía no era tan fuerte, y necesitaba legitimarse por el consentimiento general. La “provisoriedad” de la Junta era síntoma de una legitimidad renga. Así, el golpe municipal de Mayo fue en sí mismo “unitario” y punto de arranque de todos los conflictos en el Río de la Plata, incluso en la separación del Paraguay, Uruguay y Bolivia.
La disgregación de la autoridad y el poder monárquico español toma, como primera faz, el conflicto de “juntistas” y “regentistas”. Es todavía guerra civil hispanoamericana. En ese momento hace su entrada al escenario José Artigas.
Artigas opta por el “juntismo”, pero a una hora precisa. Buenos Aires estaba controlada –efímeramente–  por la Junta Grande y no por Moreno. ¿Qué significa? Vale la pena detenerse aquí, pues desde ya apuntan las grandes líneas de la historia rioplatense. Dejamos de lado el análisis del “regentismo” que pronto se diluye en el “juntismo” (caso Paraguay), desbordado por la vertiginosa transmutación de la guerra civil en proceso de Independencia. Y la guerra de Independencia se convierte simultáneamente en guerra civil rioplatense, es decir, para ajustar el léxico, se transforma de asunto hispanoamericano en latinoamericano. Por ello, justamente, será en la contradictoria dialéctica del “juntismo” que está germinalmente contenida toda la historia posterior.
El “numen” de Mayo fue Moreno, vocero de la oligarquía comercial porteña instrumento de Inglaterra, la que culmina así un proceso iniciado en nuestra playas desde la Colonia del Sacramento. Los mercaderes del “librecambio” querían extender su dominio definitivo por todo el país y el “terror” morenista era su expeditivo camino.  Se trataba de liquidar rápidamente los obstáculos provinciales. Ya en la discusión de 1809 los motejados “monopolistas” habían advertido al comercio liberal: “las artes, la industria, y aún la agricultura llegarían al último grado de desprecio y abandono; muchas de nuestra provincias se arruinarían necesariamente, resultando acaso aquí la desunción  y la rivalidad entre ellas” (Agüero). Pero Moreno estaba urgido por apresurar y forzar las cosas en beneficio exclusivo de la oligarquía comercial porteña. Sin embargo, las resistencias que levanta provocan a corto plazo su caída. Y surge así la Junta Grande  como transacción nacional entre Buenos Aires y el Interior. Se da cabida a la representación provincial usurpada. En adelante la historia rioplatense será en gran medida una lucha tenaz, móvil, entrecruzada, entre dos grandes tendencias que se disputarán el control de Buenos Aires. Una, la de Moreno, francamente unitaria, proseguida después por Rivadavia y Mitre. Otra, porteña pero más nacional, más atenta a los intereses del Interior, con Saavedra, luego Dorrego y Rosas. Y recién ahora estamos en condiciones de aprehender y señalar en su plenitud el significado propio de Artigas, el “tercer hombre”, el auténtico tercero en discordia que terminará excluido.
El primer conflicto de Artigas con Buenos Aires estalla a poco de la Batalla de las Piedras, al establecerse las bases del armisticio entre la Junta y el Montevideo sitiado, por presión de Lord Strangford y las fuerzas portuguesas. Es el primer abandono de los orientales a su suerte hecho por Buenos Aires. Se levanta así el éxodo total, la “Redota” del pueblo en armas que sigue a su proclamado Jefe, rompiéndose el pacto no expreso con Buenos Aires. Y desde el Ayuí Artigas irá asumiendo su rol protagónico de intérprete de la voluntad provincial.
Es en el Ayuí que nace prácticamente el federalismo, y frente al centralismo porteño se señala que “la soberanía particular de los pueblos será precisamente declarada y ostentada como objeto único de nuestra revolución”. De ahí que ya para la concurrencia a la Asamblea del año XIII se fije clara posición: la provincia sólo “queda sujeta a la Constitución que emane y resulte del soberano Congreso Gral. de la Nación” y se formula la exigencia de Independencia de España y la Corona. Pero las Instrucciones van todavía más a fondo, determinando “Que precisa e indispensable sea fuera de Buenos Aires donde resida el sitio del Gobierno de la Provincias Unidas”, a lo que se agrega la habilitación de los puertos de Colonia y Maldonado y la liquidación de las tasas o derechos sobre productos de una provincia exportados a la otra y de los diversos gravámenes sobre la navegación de cabotaje. Era una manera de mellar el monopolio portuario bonaerense. Por supuesto, tal línea política sería rechazada por Buenos Aires, que ni acepta a los diputados orientales. Y las diferencias se ahondan hasta desatar una franca guerra civil, que culmina con la derrota porteña y la liberación absoluta de la Banda Oriental  por Artigas en 1815.
El año 1815 es el ápice del poder artiguista. El momento de la Liga de los Pueblos Libres bajo la protección de Artigas, y que comprende a las provincias Orientales, Misiones, Entre Ríos, Corrientes, Santa Fe y Córdoba. A su frente, Buenos Aires que sólo controlaba a medias al Cuyo, Tucumán, Salta y la Rioja, reúne el Congreso monárquico de Tucumán y elije a Pueyrredón Director Supremo de las Provincias Unidas de la Unión del Sur. El país estaba así dividido, pero la balanza del poder se inclinaba hacia la Federación.
Se suceden entonces los acontecimientos trágicos y decisivos de 1816. En ellos la política británica juega un rol primordial. La oligarquía comercial bonaerense estaba jaqueada y había que desconyuntar al federalismo provincial que era proteccionista (como lo atestigua el reglamento aduanero general de setiembre de 1815 dictado por Artigas). Río de Janeiro era entonces el baluarte portugués de la política inglesa;  y así se produce la invasión portuguesa planeada por el general Beresford, el mismo actor de las invasiones inglesas al Río de la Plata en 1806. Se debía consolidar a Buenos Aires segregando rápidamente al Uruguay. Con esta separación, las Provincias Unidas estaban inexorablemente condenadas al puerto único de Buenos Aires. El país sería un embudo con una sola salida y el federalismo impotente ante el monopolio bonaerense, sin el respiradero de Montevideo. De tal modo, se juegan todas las piezas contra Artigas, quien debe luchar en un doble frente: portugueses y porteños.
El desenlace de la lucha se consuma en 1820. Es el año crucial de esta historia. Los portugueses dominan ya casi toda la Banda Oriental y las Misiones, abasteciéndose en Buenos Aires, e infligen a Artigas la última derrota de Tacuarembó. Casi simultáneamente, los tenientes de Artigas quiebran en Cepeda a los porteños y “la chusma ató los redomones en las verjas de la Pirámide y subió al Cabildo de Mayo”. Se celebra entonces el Pacto del Pilar, donde el entrerriano Ramírez traiciona a Artigas, pues nada se dice de recuperar la Banda Oriental y la guerra con Portugal. Luego el propio Ramírez armado por los mismos porteños vence a Artigas exhausto, quien se interna en Paraguay.
Artigas no fue al Paraguay en exilio, sino para reiniciar la lucha. Pero Paraguay, aislado del mundo por Buenos Aires, se había recluido en sí mismo por completo a través de la Dictadura del Dr. Francia. Este mantuvo una empecinada y suicida neutralidad –que terminara con el arrasamiento de la Triple Alianza–, a pesar de los anteriores e insistentes llamados de Artigas. Y es en 1820 cuando se impone definitivamente la “Pax Francia” con el fusilamiento de los federales paraguayos y su jefe Fulgencio Yegros, amigo de Artigas. Los dados están echados. Artigas quedará prisionero y desterrado treinta años. Había dicho a sus últimos hombres que regresaría. Y muchos como su fiel Andrés Latorre, esperaron inútilmente por años su retorno.
Ya en las postrimerías de su largo retiro, el viejo patriarca reafirmaba al general cordobés Paz que “los Pueyrredones y sus acólitos querían hacer de Buenos Aires una nueva Roma imperial mandando sus procónsules a gobernar a las Provincias militarmente”.  Así fue, y Mayo, con el correr del tiempo, con Mitre y Sarmiento y el martirio de los caudillos provincianos, pudo consolidar definitivamente su obra en la Guerra de la Triple Alianza. La balcanización total estuvo cumplida. Su gran adversario de dimensión nacional, Artigas, había sido destruido desde sus raíces con el apoyo anglo-portugués. Lo que siguió no fue más que la lógica de la gran frustración artiguista. Quizás por ello se cuenta que el Protector, desde el fondo de su soledad, pronunció aquellas angustiosas y terribles palabras: “Yo ya no tengo patria”.

Artigas y nosotros
La destrucción ideológica de Artigas fue sistemática. Desde los albores de su leyenda negra, con el panfleto de Cavia “El protector nominal de los Pueblos Libres”, se acumuló una inmensa literatura empeñada en sepultarle. Buenos Aires victoriosa acuñaba a través de Mitre la perfecta detracción de Artigas: “El Atila del caudillaje”.
El proceso balcanizador fue ocultado, el imperialismo disimuló su faz, Buenos Aires guardó el secreto de su poder –la apropiación de la renta nacional a través del puerto y la Aduana–  y todo quedó resumido y desfigurado en otro gran y falso combate: “Civilización y Barbarie”. Esta disyuntiva, que era el escamoteo de los vencedores, fue denunciada –aunque sus voces apagadas casi hasta hoy– por los más preclaros pensadores políticos rioplatenses del siglo pasado, José Hernández –autor del Martín Fierro– y el último Alberdi. Dejemos a éste la palabra: “El caudillaje que apareció en América con la democracia, no puede ser denigrado por los que se dicen partidarios de la democracia, sin el más torpe contrasentido. A esto responden que hay dos democracias en América, la democracia bárbara, es decir, popular, y la democracia inteligente, es decir, anti-popular; o sea, las mayorías por las minorías, la democracia es democracia, por la democracia que es oligarquía”. Y reprocha a Sarmiento no haber advertido que hay dos geografías: las de los poderes económicos y la de la naturaleza. Así, “tomó lo que era geografía política, por geografía natural” “el libro Facundo, convertido en código y catecismo de este caudillaje urbano, es dos veces peligroso, como rehabilitación de las teorías explicativas de los viejos caudillos y como ocultación y disimulación de la causa verdadera y real del caudillaje argentino ¿Cómo encontrar el remedio de un mal cuya causa se ignora y no se quiere señalar?”.
Si es perfectamente comprensible la tergiversación porteña del sentido de Artigas y su agónica sucesión, entre nosotros –Juan José de Herrera–  extinguida en la gloria sangrienta de Paysandú, cantada por todos los payadores, y que en el Interior diera sus últimas proclamas con el “bandolero” catamarqueño Felipe Varela diciendo: “¡Soldados federales! Nuestro programa es la práctica estricta de la Constitución jurada, el orden común, la paz y la amistad con el Paraguay y la Unión con las demás Repúblicas Americanas”, es necesario precisar mejor las razones del anti-artiguismo del Patriciado montevideano.
Las relaciones entre Artigas y el Patriciado, siempre fueron difíciles. Pero su raíz más profunda, su cisma incurable, será el Reglamento de Tierras de 1815. Pues Artigas no sólo fue el gran caudillo nacional sino también social. Nadie mejor que Artigas merece la definición de Jauretche: “el caudillo fue el sindicato del gaucho”. Su reforma agraria le malquistará para siempre con el Patriciado, será lo que no tuvo perdón. Y bajo el dominio lusitano nuestros patricios, por boca de Santiago Vázquez, recordarán, con alivio y estremecimiento, la reciente desaparición de Artigas, al que acusan de“bandido y degollador”, usurpador de propiedades y “empeño de destruir las fortunas”.
El problema de la tierra, verdaderamente crucial, y sin el cual no es posible entender la historia uruguaya, ha sido soslayado. La endémica situación caótica de poseedores y propietarios está en fondo de casi todas nuestras revoluciones hasta fines del siglo XIX. No hay duda que la reforma agraria artiguista tuvo enormes proyecciones, y puedo apuntar que aún en 1884 a P. Bustamante le sorprendía la osadía de quienes reclamaban derechos invocando “donaciones” de Artigas. Y de muestra final, baste indicar que todavía hoy el Banco Hipotecario del Uruguay no considera válidas  las salidas fiscales originadas en mercedes de tierras del gobierno de Artigas, y sí acepta, por ejemplo, las provenientes del ocupante portugués Barón de la Laguna.
La resurrección de Artigas en la conciencia oriental fue larga y escabrosa. Las vigencias de nuestro patriciado le eran contrarias –los mitos unitarios estaban reforzados por la tradición de la Defensa de Montevideo- y habían calado hasta su adversarios. Esta realidad se refleja en los manuales de historia finiseculares, como el de Berra, mitrista cabal. Fue especialmente a partir de 1880, cuando quedó estabilizada la balcanización general latinoamericana, que se comenzó a sentir la necesidad de consolidar una conciencia uruguaya común superando el cisma interior de blancos y colorados. Y fue tomando vuelo así el regreso de Artigas. Un regreso singular y distinto. Ahora sería el gran mito unificador del país.
¡Los temores inamistosos y certeros de un Juan Carlos Gómez o un Melián Lafinur de ver transfigurado a Artigas en un edulcorado Washington o Jefferson se han cumplido! Un Uruguay separado del resto de América Latina, quitando además a Artigas su dimensión social, debía endiosar a un Artigas abstracto, inofensivo, jurista, poseedor de las Tablas de la Ley. Reducido a un antecedente mítico de nuestra estructura jurídica. Nuestro Solón, o Moisés, o Licurgo. ¡Es la última victoria de Mayo!
Pero ¿qué es lo que nos importa y nos llama hoy de Artigas? Quizás por primera vez nos convoca su verdad total. Y ello es muy lógico. El signo de nuestros tiempos ha cambiado, junto con todas las condiciones históricas. Es el fin de los Imperios coloniales, y despiertan los procesos nacionales de los llamados eufemísticamente “países subdesarrollados”. Es la quiebra de la dependencia y la alienación. También aquí en América Latina estamos en el nuevo esencial viraje, en las primicias finales de la balcanización. Soplan ya vientos nacionales. La masa continental se mueve en profundidad, aunque la superficie esté apenas picada. Una inmensa frustración ha sido nuestra historia. La frustración comenzó en el siglo pasado, cuando una gran nación hispanoamericana en vías de formación (España e Indias) quedó desconyuntada por el embate de Francia e Inglaterra. Así, el último esfuerzo de la burguesía democrática española plasmado en la Constitución de Cádiz del año XII, que reconocía la Nación como reunión integral e igualitaria de “ambos hemisferios”, fue un canto del cisne, ahogado además por la reacción absolutista de Fernando. La separación de España y América del Sur fue ya irrevocable. A su vez,  es el tiempo en que Bolívar, San Martín, Artigas, intentan salvar la emergencia de una nueva gran nación unida latinoamericana. Este propósito también quedó trunco, por la confluencia de una incontrastable serie de de factores externos e internos. Desde entonces Latinoamérica queda envuelta en el sopor balcanizador, incapaz de comprenderse como totalidad, dividida en una veintena, impotente y aislacionista de Estados Parroquiales, para usar la expresión de Toynbee. Estados Parroquiales y no Nacionales, pues la nación quedó inconclusa y deshecha. Cada oligarquía comercial se fijó el control de su comarca. Hubo tantos países como ciudades importantes. Esto se ha prolongado hasta nuestros días. Y esto es lo que hoy está en crisis.
Si el primer beneficiario del desmembramiento fue Inglaterra, el sucesor actual radica en el Norte de América. Los Estados Unidos son el nuevo gran usufructuario; pero las exigencias del desarrollo industrial autónomo, el crecimiento demográfico, la rapidez de las comunicaciones comienzan a provocar el estallido de las encapsuladas “historias parroquiales” y el horizonte vuelve a tomar ante las conciencias despiertas la figura global de Latinoamérica.
Una gran misión nacional latinoamericana golpea nuestras puertas. Las antiguas historia de campanario, raquíticas, se hinchan, desbordan su contenido. Pues todos los países latinoamericanos tienen “cola de paja” y la nuestra –como no la viera un autor–  tiene el nombre de Artigas, se define como la cuestión nacional. No se podrá en adelante encabezar un homenaje como lo hiciera Gustavo Gallinal en el centenario: “Pierde valor la discusión de sí fue el fundador o precursor de la nacionalidad oriental. El título no interesa”. Y tanto no ha interesado, que el mismo monumento que vemos, en la Plaza Independencia dice lacónicamente: Artigas”. ¿Por qué ninguna otra explicación? Quienes lo decretaron no se pusieron de acuerdo y optaron por no poner ninguna leyenda ¡Grave mutismo! ¿Tan difícil es el enigma?
El viraje de nuestra historia, la que estamos aquí y ahora viviendo, es el retorno fatal, aunque muchos no lo sepan, al proceso latinoamericano. Aparecen las señales, los augurios del ocaso de la fragmentación. Y por eso el secreto de Artigas está a la vista, imponiendo ser reasumido a la altura de estos tiempos, bajo las nuevas formas históricas. Años atrás un poeta lo barruntaba: en su canto secular le reitera a Artigas: “No vuelvas. Volverás siempre”, y la contestación es:“Mírame. Si alumbro, es para enseñar que de la inmortalidad se vuelve siempre”.
Alberto Methol Ferré

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